viernes, 11 de julio de 2008

Haciendo camino con los pobres, Julio de Santa Ana

ALC Noticias, 2 de julio de 2008
Al mirar hacia los últimos treinta años de historia latinoamericana nos sorprende la riqueza de ese período excepcional. En el correr de esos años se puso fin a los gobiernos dictatoriales militares que dominaron la mayoría de los pueblos de la región; y, aunque aún quedan rastros, existe la convicción de que esa fase ha sido superada. Sin embargo, es un hecho que la memoria de un lapso caracterizado por violaciones masivas de los derechos humanos y privación de libertades fundamentales no se puede borrar de la conciencia de los pueblos, que firmes dicen que “nunca más” se repetirán.
Durante ese período, hubo diversos intentos en los países de la región para llegar a plasmar modos de vida democráticos. Los sueños colectivos motivaron a quienes bregaron por el cambio a empecinarse en concretar sus metas; las ilusiones pretendieron alcanzar lo que años de represión (que fueron décadas en algunos casos: Brasil, Bolivia) no consiguieron arrancar de la vida de los pueblos. El empeño para forjar lo que había sido negado por la violencia y la coerción fue grande. No obstante, por diversas razones la voluntad popular no llegó a concretarse. El desencanto cundió con rapidez. Las naciones que habían pasado por la amarga noche de las dictaduras, luego de un breve período de tiempo en el que creyeron que sus anhelos podrían tomar forma, fueron presas de crisis y escepticismo. Además, fue el momento en el que el peso de las deudas contraídas, principalmente por los militares en el gobierno, fue un factor que contribuyó en gran medida a cercenar los deseos populares. El optimismo que prevaleció cuando se produjo la transición entre los regímenes, dio paso a la frustración.
A la vez que ocurría la situación que se ha descrito someramente, tuvieron lugar dos hechos importantes. . Uno de ellos, fue la toma de conciencia, de modo más claro en algunos sectores minoritarios, de que las formas del Estado no correspondían a las exigencias sociales y políticas requeridas por la evolución de los pueblos. Se trata de una situación grave heredada de las dictaduras militares, que, aunque quisieron “modernizar” las naciones que tuvieron bajo su dominio, no utilizaron el instrumento idóneo para lograr ese fin. Cuando los países de América Latina consiguieron retornar a una cierta normalidad formal, lo hicieron administrando la vida pública con aparatos que eran anacrónicos. Surgió y fue creciendo gradualmente una toma de conciencia de que se enfrentaban con una crisis del Estado. Y quedó claro de que era necesario que los instrumentos para la administración de la vida pública correspondiesen a la realidad que se estaba viviendo.
Eso no es fácil. Pues además del peso de la deuda externa que gravitaba sobre nuestros pueblos (y que, hasta cierto punto, puede decirse que se le ha hecho frente de modo positivo desde entonces), surgieron otros aspectos de las circunstancias prevalecientes que han llegado a ser desafíos urgentes para las naciones del planeta. Entre ellos creemos que corresponde destacar el caso de la importancia excesiva que ha llegado a tener el mercado en la vida de los seres humanos, tanto como personas como colectividades. También cabe señalar la incidencia que ha alcanzado la revolución informática. (Es un proceso que aún está lejos de culminar, y que, quizás se encuentra solamente en sus inicios pero que puede llegar muy lejos.) Además, por la relación que se ha establecido entre mercado e informática, corresponde mencionar el proceso de “globalización”, o de mundialización, entendido como la integración de los mercados según el modelo del mercado financiero internacional, que tiene su base en la utilización de los medios de comunicación e información. Es un hecho que en nuestro tiempo el Estado no puede ignorar la evolución de estos factores que inciden de manera diversa sobre los ciudadanos y ciudadanas, según los países.
Concomitantemente, han ganado importancia entidades supranacionales de diversa índole (económicas, financieras, políticas, militares, científicas, etc.) que influyen cada vez más en la vida de nuestras sociedades. Estos aspectos de la situación actual obligan al Estado a transformarse, buscando adecuarse a la misma. Mientras tanto, y es muy grave, persisten problemas que vienen desde hace mucho tiempo; es el caso de la injusticia estructural que existe a nivel internacional y en cada una de nuestras naciones. Esta injusticia es un factor determinante de la condición de la mayoría de los pobres que [constituyen la mayoría de la población de nuestro mundo. Debe reconocerse que, a pesar de líneas políticas que en la actualidad intentan responder al desafío de los pobres y a sus reivindicaciones de mejores condiciones de vida, el reto persiste. Hacer justicia es una exigencia ética; y para que sea efectiva en la sociedad, tiene que estar vigente en ámbitos sociales que trascienden el debate y la práctica política partidaria. Se requieren instrumentos apropiados y orientaciones válidas para que el Estado sea capaz de cumplir con el cometido de hacer justicia a los pobres.
El segundo hecho es que esa toma de conciencia de la crisis del Estado ha llevado gradualmente a los pueblos de América Latina (y especialmente a los de América del Sur) a optar, en el marco de elecciones nacionales (o encuestas de otra índole, en las que se decide el destino y las formas de convivencia nacional, como es el caso de reformas de la constitución, del Estado), por propuestas políticas que no son tradicionales. Los pueblos se preguntan de manera natural: ¿Cómo es posible que puedan seguir vigentes formas anacrónicas cuando la situación exige transformaciones? Los ciudadanos y las ciudadanas van adquiriendo una conciencia cada vez más clara del gran alcance que tiene su participación en los procesos sociales y políticos; entienden que es necesaria. En los tiempos actuales, teniendo presente las alternativas que se les ofrecen, en la mayoría de los casos, prefieren las de izquierdas. Aquellos que han demostrado tener una trayectoria pública caracterizada por esta tendencia han sido elegidos para gobernar en la mayoría de los países sudamericanos: Lula da Silva en Brasil, Michele Bachelet en Chile, Chávez en Venezuela, Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia, Tabaré Vázquez en Uruguay, son ejemplos en América del Sur. Observando esta situación, en la segunda mitad de la década actual, se puede afirmar que es muy diferente a la que existía cuando los militares tuvieron que retirarse a sus cuarteles.
Gobernar con justicia es ejercer el poder de manera adecuada a las necesidades y aspiraciones de todos los habitantes de un país. La experiencia de los años 1980 ha dejado sus enseñanzas, que los pueblos entienden no deben ser echadas en saco roto. Un Estado idóneo, cuyas formas se ajusten a la realidad vigente, es una reivindicación de la mayoría de los ciudadanos. Estas formas exigen cambios que den lugar a un mayor protagonismo de los sectores populares. Un Estado democrático es el que garantiza que se lleven a cabo elecciones en los debidos plazos, y que, al mismo tiempo, permite que se lleve a cabo un proceso de consulta permanente con las asociaciones de ciudadanos y ciudadanas a través de las organizaciones de la sociedad civil, sobre todo las que expresan la voluntad de los pobres, de los tradicionalmente postergados, de los oprimidos. Un diálogo constante con estos sectores es imperativo para legitimar el poder en ejercicio.
Este Estado, que hoy parece estar en proceso de consolidarse en América Latina (en situaciones diversas, según las realidades nacionales) exige no sólo un cambio de actitud, de conciencia, en las clases políticas, sino también entre los pueblos que han impulsado los cambios de gobierno. Entre ellos, hasta hace muy poco tiempo, predominaba una postura y una práctica de oposición.
Ahora están llamados a ejercer un apoyo crítico a quienes están en el poder. El imperativo es pasar de una actitud de resistencia a la de una militancia de adhesión circunspecta a los nuevos gobiernos. Para muchos este cambio de posición es difícil; no sólo porque las experiencias sociales y políticas que han tenido eran de resistencia, sino también porque, a veces, tienen conciencia de que en muchos casos, los nuevos gobiernos no están a la altura de lo que los sectores populares anhelaban. A pesar de las nuevas opciones políticas, hay quienes entienden que la crisis del Estado permanece, y que a esa crisis se suma el hecho de que quienes están actualmente en el poder tienden a perder la legitimidad que tuvieron cuando lo ganaron gracias al apoyo popular que recibieron por medio del voto. Esta situación marcada por dudas, por tensiones internas, también afecta a muchos cristianos que forman parte de comunidades populares o que han optado por que se haga justicia los pobres.
Entendemos que debemos tener en cuenta esta situación cuando nos planteamos, como cristianos, la pregunta: ¿qué tenemos que hacer en el plano político, en nuestras situaciones nacionales respectivas en América Latina? ¿Cómo enfrentar los desafíos de esta situación inédita? Se trata de una cuestión práctica, lo que significa que debe ser comprendida en el contexto de sus relaciones y que, también, como todo lo que tiene que ver con la acción, supone un cierto riesgo. ¿Qué hacer? Cuando enfrentamos situaciones en las que tenemos que tomar decisiones sobre lo que lo que se debe hacer (o no hacer) no es claro que lo que decidimos sea lo conveniente. Son muchas las oportunidades en las que la certeza de que estamos haciendo lo que corresponde tarde o temprano, deja de ser tal y comprendemos que la acción en la que nos empeñamos tendría que haber sido diferente. Según la tradición bíblica, nadie puede justificarse ante Dios. Por eso afirmamos que somos salvos por la gracia, y es por ésta, y sólo por ésta, que podemos alcanzar la justicia de Dios. Pensamos que es necesario tener presente en la conciencia estos convencimientos de la vida de fe cuando tomamos decisiones sobre nuestro quehacer social y político; no podemos erigirnos en salvadores de las situaciones que nos desafían. Pero estamos llamados a dar un testimonio de fe. A dar razón de lo que creemos. En cuestiones de nuestra práctica social y política muchas veces, en virtud de nuestra fe, estamos llamados al arrepentimiento.
Llama la atención un hecho muy frecuente en estos tiempos: una reivindicación muy firme de que la ética tenga una preeminencia cada vez mayor para definir la conducta. Esto se aprecia en la exigencia de que las distintas profesiones respeten, por todos los medios a su alcance, la deontología que las orienta. Esta tendencia se advierte sobre todo cuando consideramos la acción política; no sólo la que llevan a cabo los partidos políticos, sino también las diversas organizaciones de la sociedad civil. Esta preocupación por las cuestiones éticas es consecuencia, seguramente, de un período en el que se advierte una multiplicación de casos y procesos marcados por la corrupción. Y no es una excepción la administración del Estado, dado que en muchos de esos casos de corrupción los responsables son partidos y grupos que fueron votados por sectores populares. Es común percibir una actitud ambivalente por parte de estos sectores que, al mismo tiempo que quieren romper con los corruptos; sienten que no deben hacerlo.
En el Brasil gobernado por Lula, en Chile donde Bachelet es presidenta, en Argentina, en Bolivia, en Uruguay, en Venezuela (para citar algunos casos evidentes), este conflicto que se plantea, por un lado, entre una voluntad de ruptura frente a la comprobación de que todavía siguen existiendo prácticas extraviadas, inaceptables, y, por otro lado, el entendimiento de que vale la pena seguir sosteniendo con lealtad a los dirigentes que no han sucumbido a la tentación que ha inducido a la corrupción, crea tensiones, conflictos, perplejidad y hasta puede llevar al desencanto, a un desinterés creciente por la cosa pública, e incluso a una parálisis en la práctica.
Paso previo: una reflexión sobre corrientes éticas vigentes.
Me parece que, antes de intentar ofrecer algunas reflexiones positivas, es necesario adentrarnos en el campo de la teoría ética.
Puede que de este modo evitemos caer en trampas o enredos, propios de cosas que la prisa por actuar nos lleva a considerar de modo superficial. Diciéndolo con pocas palabras: en nuestro tiempo hay tres corrientes que predominan en el campo de la ética o la moral: existe una ética dogmática, que formula lo que se debe hacer antes de que llegue el momento de la decisión. Es una ética o moral de principios. Las normas tienen el significado de leyes que deben ser respetadas a todo precio. Las éticas legalistas de diverso tipo sirven de ejemplos. En realidad, el apremio, implícito a toda decisión existencial importante, queda eliminado por el carácter sagrado de normas fundamentales. En tiempos de Jesús de Nazaret, este tipo de ética era practicada por los fariseos.
Conviene precisar que generalmente quienes practican este tipo de moral son personas fiables. Como el mismo Jesús lo dijo en el “discurso evangélico” en la montaña (cf. Mt 5–7): la ley es siempre importante: No es posible hacer frente a las exigencias y avatares de la vida, sin tenerla en cuenta. Sin embargo, para ser fiel a Dios no tiene carácter supremo ni prioritario: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo suceda. Por tanto, el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos. Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos. Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquél que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano ‘imbécil’, será reo ante el Sanedrín; y el que le llame ‘renegado’ será reo ante la gehenna del fuego.
Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda, delante del altar, vete a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda.” (Mt 5.17-ss)
Es verdad, las leyes morales son muy importantes. No obstante, en la vida práctica hay aspectos que no fueron ni son contemplados por la normatividad de las leyes que son fundamentales. Situándolo en el contexto de las comunidades cristianas populares de América Latina, es posible decir que los “principios morales” tienen que ser considerados a la luz de contextos que son cambiantes. En consonancia con estos (“Sí, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti…”) las relaciones humanas tienen más trascendencia (léase la continuación del pasaje en Mateo 5: 25 -43). No obstante, debe entenderse sin dudas que las leyes, aunque no son absolutamente prioritarias, son necesarias para vivir convenientemente. Hecha esta aclaración, sobre todo hay que decir que la prioridad es para quiénes nos acompañan, para “los otros”, sobre todo para aquellos que sufren injusticia y opresión., los pobres que nos rodean.
En segundo lugar cabe mencionar a aquel grupo de orientaciones morales que reciben el nombre de consecuencialistas. Son las que predominan en nuestro tiempo; proponen actuar de tal manera que se procure en toda situación obtener ventaja para sí, o para el grupo al que se pertenece. La tendencia ética preeminente de estas conductas proviene del utilitarismo. Es una ética individualista, que postula que el bienestar y la felicidad de la mayoría se logra cuando los obtenemos individualmente. En nuestro tiempo es la ética del mercado libre, que siempre busca obtener los mayores beneficios posibles para uno mismo. Admite, es verdad, la importancia del sacrificio; siempre y cuando sea el sacrificio del otro. En el día de hoy, entre latinoamericanos (aunque no sólo en América Latina) se propaga la así llamada “teología de la prosperidad” que afirma que Dios no quiere que existan pobres, lo que lleva a afirmar por consiguiente que “Dios anhela nuestra prosperidad”.
Es de lamentar que no se perciba que en el proceso social la prosperidad de una minoría se apoya en la vida de la mayoría pobre. Aquí está el problema: la felicidad individual, el bienestar del grupo al que uno pertenece, la prosperidad de los que llegan a vivir con privilegios, no es un don del cielo, sino sobre todo consecuencia de la injusticia social y política que se ejerce a través de las estructuras vigentes en la economía mundial. La ética consecuencialista, lamentablemente, es la que orienta el comportamiento de la mayoría de hombres y mujeres contemporáneos. A pesar de nuestra oposición a ella, tenemos que reconocer que muchas veces también caemos en sus redes: nos parece natural si algo nos ofrece ventajas; cuando podemos obtener beneficios y no examinamos por qué los tenemos mientras que a nuestro alrededor percibimos tanta injusticia y opresión. Esta tendencia ética no tiene en cuenta al otro y menos aún al pobre, al oprimido.
La tercera corriente, que ahora mencionamos, la podemos llamar ética finalista, o teleológica. Tiende a alcanzar un fin. No sólo para uno mismo o para la propia comunidad, sino para todos. Es aquella tendencia a la que más se adhieren las comunidades cristianas: buscan un fin. Metafóricamente hablando, el fin es el “reino de Dios” mentado en la Biblia, principalmente por Jesús de Nazaret. Es “el nuevo cielo y la nueva tierra”, “la nueva creación”, figuras de lenguaje que expresan la utopía de nuestra comunidad, el contenido misterioso de nuestro sueño. Hay que acercarse más a lo que los profetas, y sobre todo Jesús, nos dicen para poder precisar ese sueño y conseguir ver más claramente, con mayor justeza, lo que significa. En un intento de decirlo muy sintéticamente, “el Reino” pertenece a tres grupos de personas: a los niños (porque son inocentes), a los pobres (“porque vuestro es el Reino de Dios”, les dijo Jesús según San Lucas. Véase Lc 6: 20. En el discurso evangélico pronunciado en la montaña, la versión de San Mateo dice, hablándole a los discípulos: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Véase Mt 5:3). En el mismo Evangelio según San Mateo, Jesús añadió “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5:10) Se puede decir que el fin que buscan los creyentes es algo que la Biblia llama “reino”, y lo podemos entender como una sociedad, un mundo, un estado social preocupado y cuidadoso con los niños, los pobres y los que son perseguidos por causa de la justicia. También es el Reino del Espíritu”, que en la riqueza de significados que tiene en la Biblia se lo entiende asimismo por “reino de la libertad” (“Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad”, afirma San Pablo en 2da. Cor 3.17).
Fue necesario hacer este largo recorrido por las tendencias predominantes en las prácticas de nuestro tiempo para enfocar el desafío sobre qué hacer en nuestras situaciones concretas. Debe quedar claro que sólo pueden hacerse distinciones claras entre estas tendencias en el plano de la abstracción teórica. En la vida práctica, aunque seamos más favorables y simpatizantes de una de ellas sobre las otras (en mi caso, por ejemplo, doy prioridad a la ética finalista o teleológica), cabe reconocer que, algunas veces nos comportamos según una ética dogmática, otras siguiendo orientaciones consecuencialistas, y otras aún tendemos hacia un fin, hacia una meta. No obstante, las comunidades cristianas están llamadas a dar cuenta de su fe. Para ello uno de los campos ineludibles es el de la práctica social y política.
Un camino a seguir; un marco necesario.
¿Qué hacer? Procurar una meta es marchar hacia un fin, tender hacia un blanco. Los autores bíblicos, así como también grandes personalidades de otras religiones, emplean repetidas veces la metáfora del “camino” para comunicar el contenido y el sentido de la vida de fe. Es un camino “estrecho”, según Jesús. Podemos salir, escapar, desviarnos, escurrirnos de la senda. Perder el rumbo que buscamos; empeñados en hacer el bien, podemos perder el rumbo que buscamos. Ante estos riesgos, una cosa importante consiste en abalizar, en poner jalones que siempre tenemos que respetar (aquí se impone el uso de metáforas que tienen que ver con “el camino”. Advierto además, que esos jalones que requieren nuestro respeto, significan normas que deben ser observadas; es decir, leyes, mandatos). El camino a seguir es una senda que tenemos que cubrir con los pobres. Este es el marco del camino. No hay que perderlo. Salirse de ese marco es perder el camino en el que tenemos que andar. Ese marco es necesario.
Esta referencia al marco de la práctica social y política es algo que se puede entender mejor examinando el pensamiento de los grandes nombres que marcan la evolución de la teología cristiana a través de los siglos. Desde San Pablo (que expresa sus convicciones en la Epístola a los Romanos, en especial en los capítulos 12 y 13),de que la comunidad cristiana era el marco a respetar; a hacer valer; pasando por San Agustín, quien en la Ciudad de Dios, en el contexto de la crisis histórica que afectó al Imperio Romano a comienzos del siglo IV; señaló que la Iglesia era el soporte indicado para que la civitas romana no fuese destruida; siguiendo por Santo Tomás de Aquino y su comprensión de que es prioritario referirse a la ley natural, abriendo el curso a un profundo cambio de orientación teológica y capacitando así el pensamiento cristiano de Occidente para poder entrar en diálogo con el Islam y ganar fuerza y convicción; hasta que pocos siglos más tarde –cuando el Renacimiento y el Humanismo fueron tendencias que indicaron un cambio histórico que era impulsado por la burguesía- los aportes de la Reforma, principalmente de Lutero y de Calvino, que señalaron a los “órdenes de la creación” el primero, y al significado de la Ley (como norma para la vida individual y social, como aya que conduce al arrepentimiento y a la salvación) el segundo, implícita o explícitamente, que el camino hacia el “Reino” es indicado para ser respetado Todos ellos (y otros que los siguieron) entendieron que la definición de un marco era fundamental para la práctica social de los cristianos.
Reflexionar sobre el marco a respetar en el camino a seguir nos lleva a considerar la importancia de esta metáfora para poder indicar con aproximación esta certeza de nuestra fe. El camino es una imagen bíblica muy importante. No hay que olvidar que Abraham, padre de la fe, se puso en marcha desde su tierra natal, en Ur de los caldeos. El libro del Génesis, desde el capítulo 12 hasta el 25 nos relata algunas de sus andanzas y de los riesgos que corrió. Abraham comenzó a abrir el camino. También es la metáfora privilegiada para caracterizar el éxodo de Israel a través del desierto, durante los largos años vividos desde que fue liberado en Egipto hasta llegar a la tierra prometida a Abraham y a sus descendientes. Otro camino tuvo que recorrer el pueblo judío cuando sus dirigentes fueron conducidos al exilio babilónico. Camino de tristezas y pesares cuando vivieron la experiencia de aquella emigración forzosa. Volvieron al cabo de varias décadas; eso los llevó gradualmente a desandar el camino. Esta vez su marcha estuvo impulsada por la esperanza.
Jesús de Nazaret no tuvo una existencia sosegada; durante el período de su ministerio público marchó incesantemente de un lugar a otro de Palestina y los alrededores. Años más tarde, las comunidades cristianas que intentaban vivir la fe siguiendo las enseñanzas de Cristo fueron conocidas como seguidoras “del Camino” (Hch 9:2. También Hch 18:26; etc.). El mismo Jesús dijo ser “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14:6). Sin embargo, advirtió a sus discípulos de los riesgos y dificultades que hay que enfrentar en su peregrinación. En el discurso evangélico del Evangelio de Mateo advirtió a los discípulos: “Entrad por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; pero angosta es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan”. (Mt. 13-14).
Utilizamos metáforas con el propósito de expresar algo que experimentamos y que los sustantivos de que disponemos en nuestro lenguaje no consiguen hacerlo. Se trata de una experiencia de la vida cristiana, en la que hay momentos alumbrados por una luz radiante y otros en los que nos rodean las sombras de la noche oscura del alma. Nuestra fe nos incita a seguir a Jesús por las sendas que conducen al “Reino”. El riesgo consiste en perder el rumbo, en entrar –aunque sea involuntariamente- por la puerta ancha y seguir por espaciosas avenidas donde el tránsito es fácil, mas errado el sentido. En el camino del testimonio social de la fe bíblica, en el día de hoy en Latinoamérica, ese sendero requiere fe, coraje, valentía. ¿Hay algún elemento objetivo que nos permita distinguir la senda a seguir? Entendemos que sí; hacerlo marchando con los pobres.
Tenemos mucho camino por andar. No perder el rumbo requiere hacerlo acompañados por Jesús. Es decir, marchando con los pobres.

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